Escribo estas líneas en una tarde de otoño, los pericos pelean alborotados en las copas de los árboles, la gente pasea en bici y los vecinos preparan asados a leña que impregnan el aire. Estoy a salvo, a más de siete mil kilómetros de distancia y a total resguardo de las bombas lacrimógenas que asedian a mis coterráneos. Estoy a salvo en este ambiente inocuo y bucólico. Suena la radio y Maduro anuncia otro golpe de estado en Venezuela con un llamado a una constituyente fraudulenta.
Pausa. No me logro concentrar.
(retomar) … escribo estas líneas en una fría mañana de otoño, es un día gris y hay poca gente en la calle. Reina el silencio. En estos días de represión y dictadura, es difícil mantener la motivación —o la concentración— para hacer cualquier actividad por simple que sea. Va más de un mes de protestas continuas y mi gente está muriendo. Los matan las balas y la desidia. De indolencia también se muere, ¿sabes? Siete mil kilómetros y yo no tengo cabeza para nada más: salvo cumplir con compromisos comerciales y entregar asignaciones a clientes, no he podido levantar una cámara en días.
¿Cómo salir a fotografiar cuando a mi gente la están matando?
¿Salir a fotografiar qué, exactamente?
Por estos días, cada vez que intento salir a fotografiar para mi, me ha inundado un sentimiento de culpa y trivialidad… el acto fotográfico con propósitos personales, artísticos o de esparcimiento se me ha tornado irrelevante. De estar cerca, de estar allá, quizás apuntaría con el objetivo del registro, de la denuncia. Pero, a siete mil kilómetros, ¿qué puedo aportar?
Suena el teléfono y mi amiga Clara, colombiana de nacimiento pero venezolana por adopción sentimental, me envía una retahíla de fotografías que yo había hecho con su celular meses atrás. Creo que ambas las habíamos olvidado, hasta hoy, cuando regresaron —cual presagio—a darnos una sacudida. Esa tarde mayamera íbamos seguramente tarde a algún compromiso cuando le pedí a Clara que detuviera el carro. Una casa que había sido empapelada con fotografías al estilo de las intervenciones urbanas del fotógrafo francés JR, salvando las distancias, estaba siendo derribada. Habíamos pasado por allí tan sólo un par de días atrás y nada parecía indicar que en breve un enorme bulldozer vendría a hacerla pedazos. Ya poco quedaba de la serie de retratos en blanco y negro que hacían alusión al gesto universal del silencio, y apenas pude leer Silence Photography Project en el único pedazo de pared que todavía se sostenía.


Había algo verdaderamente aterrador sobre la pala excavadora que desgarraba los rostros. El peso de la máquina trituraba la estructura y las maderas crujían a su paso. En un brevísimo lapso de tiempo ya nada quedaba de pie y la instalación se había reducido a escombros. Los gestos de silencio ahora parecían intentar decir algo. Con cámara prestada hice algunos disparos. Había algo en esa escena que me conmovía pero no lograba entender bien porqué.
Fue poco lo que pude investigar sobre la intención del proyecto y sobre la persona detrás de las imágenes, Flor Mayoral (Habana, 1955). A falta de un texto curatorial o manifiesto de artista recurrí a la intuición. Por las alusiones a pensamientos de célebres personajes que de vez en cuando Mayoral decidió acompañar algunas fotografías, deduje que la instalación era una oda al silencio. “Elige el silencio entre todas las virtudes, por ello escucharas las imperfecciones de otros hombres y encubrirás las propias.” citaba a George Bernard Shaw. La serie de retratos parecían proponer el silencio como práctica espiritual y como comienzo en la búsqueda de la sabiduría. La necesidad, quizás, de rescatar el silencio entre tanta barullo que sucede a nuestro alrededor.


Algunas veces la intención para fotografiar no se hace evidente; se forma en un proceso más instintivo que cualquier otra cosa. Pero hoy finalmente comprendí eso que meses atrás no pude descifrar en lo macabro de la escena; la analogía es demasiado fuerte para ignorarla: el individuo que calla y la máquina que lo aniquila. Todos esos rostros, mirándome fijamente, exigiendo silencio, estaban ahora pisoteados y desgarrados.
El problema con el silencio es que corres el riesgo de perder lo que más quieres. El problema con el silencio es que hay que saber administrarlo. El problema con el silencio es que en momentos tan delicados no puede y no debe existir la neutralidad. El problema con el silencio es que no te hace imparcial, te convierte en quien pasivamente acepta la injusticia. El problema con el silencio es que un día te sorprenderás al encontrar un bulldozer sobre tu alma y ya serán inútiles tus esfuerzos.
Lo siento casi como una traición a mi patria hablar en estos momentos de cualquier otra cosa que no sea lo que nos atañe. El sentimiento de irrelevancia no me ha abandonado. Tomar una cámara en estos momentos sigue siendo un ejercicio difícil. Mantener el blog, hablar de fotografía y técnicas, enseñar, también lo son. Pero el mensaje de estas fotografías que hoy Clara me hacía recordar, fue bastante claro: callar, jamás.


Así que hago lo que mejor se puede hacer en estos casos, retomar lecturas para enriquecer el alma y/o como mínimo, distraer la mente en asuntos más fructíferos que la preocupación a distancia. Entra las lecturas, rescaté un compendio de entrevistas y conversaciones con Henri Cartier-Bresson que adquirí en La Central durante una visita a Barcelona. Allí me consigo estas líneas del maestro de maestros: “Mientras los seres humanos sigan viviendo y sigan existiendo problemas verdaderos, vitales, importantes, y alguien tenga ganas de expresarlos con simplicidad, con sinceridad, o con alegría y sentido del humor, habrá un lugar para los fotógrafos, igual que para los poetas y los novelistas.” Seguir creando, seguir escribiendo son también formas de gritar. Debemos continuar la manifestación en cualquiera de sus formas y desde cualquier trinchera que hagamos nuestra.